Raquero (Archivo Javier Ortega)

Raquero (Archivo Javier Ortega)

PRESENTACIÓN DEL BLOG:

"Síguela, que es buena,

síguela, que es mala,

síguela, que tiene

pelos en la cara."




Según Esteban Polidura Gómez, esta coplilla la celebraban los raqueros de Santander a despecho de la contrariada autoridad municipal, allá por 1864, cuando aquel escritor contaba unos doce años, y Pereda daba a la imprenta sus Escenas Montañesas.



Tomo ahora prestado el primer verso para iniciar la singladura de este blog, que debe tener contenidos educativos, relacionados con la Lengua castellana y su Literatura.



Espero que sea del gusto del lector, que en él se propongan enseñanzas motivadoras, útiles y edificantes, y que se nutra de la aportación de todos los interesados en estos temas.



Muchas gracias a todos/-as por hacerle un pelín de caso.



¡Adelante, pasen sin llamar!

lunes, 8 de febrero de 2016

Acoso escolar.


El acoso escolar, otro mal endémico de muchas sociedades, ha vuelto a saltar a los medios por el muy lamentable suicidio del niño Diego González. Hay quien lo trivializa, y lo atribuye a otras causas --como cierto médico forense--. Y sí, puede que se hayan dado varios factores, y no solamente los educativos. Pero es indudable que se están produciendo casos serios, graves, que a veces se resuelven malamente con el traslado de la víctima --no de los acosadores-- a otro centro escolar.

Peleas, pugnas y rivalidades en los colegios siempre las ha habido. El hábito de poner motes a los profesores o incluso a otros alumnos, también. Los niños llegan a ser muy crueles y desconsiderados en ocasiones. Pero, en los centros educativos, ¿debe dejarse que impere la teoría darwinista de la selección natural, la de la ley del más fuerte? ¿Tienen que conseguir todos los niños aprender a defenderse a sí mismos, únicamente por sus propios medios? Si en la sociedad adulta, nadie camina por la calle con un colt al cinto, y hay restricciones en beneficio del respeto a los demás, con más razón, si cabe, en el ámbito diario de aquellos que se están formando, que necesitan que se les marquen unos límites que posibiliten una buena convivencia, dentro y fuera del colegio. Los niños han de asimilar la dimensión humana de las personas, lo que las distingue de los depredadores asilvestrados.

Os pongo el enlace a este interesante reportaje de "El Mundo", que clarifica bastante las características del acoso escolar:

domingo, 26 de octubre de 2014

De la virtud al caos.

La sala Réplika Teatro, escuela de interpretación, escenifica estos días, bajo la atenta y oportuna dirección del maestro Jaroslaw Bielski, el excelente texto El Profe (1994), original de Jean-Pierre Dopagne, y en una suculenta versión / adaptación de Fernando Gómez Grande.


El Profe es un canto elegíaco al oficio de enseñante. Un generoso y retador monólogo de algo más de hora y cuarto, donde un profesor veterano de Literatura –condenado tras una fechoría por el Estado francés a  representarse a sí mismo en los teatros del país—desgrana los entresijos y desesperaciones de una profesión infravalorada, en constante cambio (a peor) y en la que no es posible ni la promoción, ni la remuneración digna, ni el reconocimiento y homenaje al esfuerzo.
 

No tienen perdón de Dios.

La Fundación Canal presenta estos días, y hasta el 5 de enero de 2015, en su sede de Mateo Inurria 2 (Madrid), una exposición imprescindible: Caminos a la escuela. 18 historias de superación. Antesala de un próximo largometraje documental, que se estrenará en diciembre de este año, es sencillamente ineludible si queremos despertar al mundo, a menudo terrible, en que vivimos. Porque mientras en el Primer Mundo se puede decir que aún vivimos, en muchos otros lugares de la Tierra, solo sobreviven.


Sigue leyendo...

martes, 25 de junio de 2013

Saber enseñar.


Dos de las condiciones indispensables para poder dedicarse con bien a la enseñanza son la vocación y saber enseñar. Si uno no tiene vocación de "maestro", no puede llegar al alma de sus discípulos. No acertará a comunicar con ellos, a sentirles próximos. Por otra parte, uno puede ser un sabio --como lo era, por ejemplo, nuestro gran Nobel Ramón y Cajal-- y sin embargo, no saber cómo transmitir adecuadamente esos conocimientos. Se puede valer para la investigación, pero no ser un buen maestro. El maestro es el que además de adoctrinar, guía a sus pupilos, y aun cuando adoctrina observa y aprende de ellos, pues lo maravilloso de toda enseñanza es que se convierta en un acto de comunicación entre quien ya sabe, pero quiere seguir aprendiendo, y quien quiere saber.
 
El maestro no nace, se hace. Se autogenera de niño viendo y escuchando a los buenos maestros, aprendiendo de su técnica y de su habilidad para captar la atención y para despertar el interés y la curiosidad de un grupo de alumnos. Una vez el adulto ha decidido dedicarse a la educación, tiene, por supuesto, que continuar formándose, a través de la experiencia, de testar lo que funciona o no en las aulas. Y apunto "aulas", en plural, y no en singular, porque ningún método, ningún procedimiento es infalible: lo que con una clase resulta efectivo, con otra puede no serlo. Lo que un año funciona, otro no. Y hay que cambiar de táctica, renovar la utilería. Uno puede continuar con las variaciones hasta que se vuelve viejo y pronto a jubilarse. Dentro se llevan los conocimientos --esos que se exigen para aprobar una oposición--, pero siempre hay que ver la manera de adaptarlos a los tiempos y situaciones de los niños. Quien no esté dispuesto a afrontar esta labor --ardua y a veces cansina--, no puede dedicar una vida entera a la enseñanza. Ni el más maravilloso y experto de los enseñantes tiene la panacea para todo. Educar es un reto constante, y una incertidumbre que no se supera ni en el caso de recibir la felicitación de varios estudiantes, o el cariñoso recuerdo de quienes pasaron por las aulas.
 
Por eso, solo tiene razón hasta cierto punto esta docente jubilada que escribe esta carta. Yo no apostaría mucho por los jóvenes sin vocación ni sin conocimientos que llegan a la enseñanza como Poncio Pilato en el Credo. Los advenedizos solo se llevan la mejor parte en ocasiones. Sí la tiene al establecer que "para ser bueno en este oficio lo indispensable es la responsabilidad y la autocrítica". No puede ejercer bien ninguna profesión ni ningún arte quien no se muestra responsable en ello. Pero tampoco es buen profesional aquel que no se autoevalúa, o que no escucha las críticas constructivas de los demás (colegas, discípulos), porque nunca cambiará su forma tal vez equivocada de hacer las cosas. Continuará tropezando en la misma piedra, no siendo malecón que contenga la furia del oleaje, ni brava rompiente Jimena del mar. Al maestro solo le queda poner toda su fe en enseñar mientras va aprendiendo, sorprendiéndose.
 
 

sábado, 8 de junio de 2013

Sobre Educación y Cultura.


Antonio Ángel Usábel, Esperanza Aguirre, Luis María Ansón, Fernando García de Cortázar, Arturo Pérez-Reverte, Juan Manuel de Prada, Olegario González de Cardedal, y otros autores, reflexionan sobre aspectos relacionados con la Educación y la Cultura en nuestra España de hoy.


Selección de artículos.

viernes, 26 de abril de 2013

Una paciencia infinita.


El 31 de octubre de 2012 se estrenó en España una interesante producción Golem / Paper Street Films que pasó desapercibida: El profesor (Tony Kaye, 2011). Su título original es Detachment, que podemos traducir como ‘indiferencia’, ya que al comienzo de la película se introduce una cita de Albert Camus que apunta hacia ese significado: “Jamás había sentido a la vez tal profunda indiferencia de mí mismo y mi presencia en el mundo”. Eso es lo que siente Henry Barthes (Adrien Brody), un profesor interino que nunca permanece en ningún centro en particular. Cuando conoce la escuela y a sus alumnos, se marcha, va a otro sitio, y vuelta a empezar en este interminable proceso de Sísifo en que se ha convertido ser enseñante. No es, ciertamente, una huida; es la búsqueda de otra realidad más complaciente.

El filme del londinense Tony Kaye –responsable también de American History X (1998)—incide sobre todo en la realidad oculta de los laberintos del ser. Cada uno de esos docentes oculta y sobrelleva su drama personal, su desestabilización, a menudo provocada por las fuertes tensiones que tienen que vivir en su trabajo. El profesor nos habla de un sistema que se ha derrumbado hace tiempo, como la famosa Casa Usher de Poe, ante el abandono e indiferencia de la sociedad. La mala educación que se trasluce en el filme no es sino proyección de una descomposición general de una ética y unos valores, que antaño permitían construir sobre roca. Ahora de ello no queda nada, por lo menos entre las clases bajas más castigadas. La cultura, el interés por aprender y formarse, se va diluyendo piramidalmente, hasta casi no quedar resto cuando toca la base. Si los jóvenes no sienten hoy predisposición hacia unos valores culturales que se les hacen áridos y no les seducen, es en parte porque el colectivo en que viven no los promociona lo suficiente. No ven esos códigos a su alrededor, no oyen que abran puertas ni una esperanza de futuro. Al contrario, quien se esfuerza por aprenderlos bien, no tiene asegurado un puesto laboral. La economía de mercado no gestiona la contratación de un experto en manuscritos, ni en las obras de Shakespeare, y le importa un rábano quién descubrió las ruinas de Troya o de Pompeya. Eso no da dinero. En la vida solo cuenta ser un tipo listo, que no es igual que inteligente. El listo se acomoda a lo que venga, a la supervivencia, y a veces rebasa al empollón, cuyas horas de estudio agonizan en una biblioteca o en un cuarto lúgubre y soso.
Es así que esta sociedad despreocupada envía como una fuerza de choque a quienes se atreven a enseñar. Algunos, llegados a la docencia circunstancialmente, de casualidad, y en ella se quedaron, y murieron. Desde luego, si no se tiene vocación, se arde pronto, y aun teniéndola, se exige más paciencia y templanza que el santo Job. Estas cualidades son las que ha desarrollado el Sr. Barthes, protagonista del filme de Kaye: de nada sirve enfrentarse a un grupo de vándalos a los que tienes que soportar estoicamente día tras día, mes tras mes. Se necesita, además de “mano izquierda”, capacidad de aguante, de resistencia moral: que te resbalen los insultos, los motes, los comentarios fuera de tono y lugar, dichos en tu cara. Hay que entrar en el aula vistiendo un impermeable, hasta que los cabecillas rebeldes se cansen y se serenen un poco. Que vean que no pueden con uno, y que el profesor, en vez de responder a las agresiones verbales y malos gestos con otros parecidos, establece un diálogo y tiende su mano. El profesor no es el enemigo, sino el aliado, en la medida en que no está allí para confraternizar en familia, sino para ayudar profesionalmente, para asistir al que lo necesita. Lo importante es dejarse ayudar, y algunos chicos suelen responder bien cuando sienten que no se les devuelve el golpe. Profesor y alumno rebelde deben darse una oportunidad mutua.


 Una vez que se llega a cierto entendimiento –pese a no poder nunca bajar la guardia—, que se puede contar con una tregua, ya que no con el soñado armisticio, hay que trabajar con el grupo. Como dice un colega mío –y dice bien--, antes el profesor era el que marcaba el ritmo de trabajo; ahora son ellos quienes lo marcan. La batuta directora ha cambiado de mano. La administración educativa suele pedir a los profesores que acomoden el nivel de las enseñanzas a la idiosincrasia de sus alumnos. La “atención a la diversidad” –hacia aquellos que querían pero no podían—ha pasado a ser “claudicación a la generalidad”, donde se opera bajo mínimos. Por lo menos, en una escuela pública como la de la película. La administración intenta que la nave no se hunda aunque haga aguas por todo el casco. Hay que seguir sin fuerza motora, sin velas incluso, a puros bíceps, bogando. Se tiene que guardar a los chicos en el redil, y al mismo tiempo justificar unas calificaciones, refracción de un bagaje ficticio.
El guion de Carl Lund introduce una mordaz secuencia donde un empresario especializado en la venta de material pedagógico reúne al equipo docente en el salón de actos. No se crean que su método busca formar mejores personas, no. Lo que le importa es que mejore la depauperada fama del instituto para que se corra la voz y se revaloricen las manzanas de casas aledañas a la escuela. Si aumenta el nivel, vendrán más familias, y las viviendas subirán su precio al crecer también la demanda para ocuparlas. Así funciona el mercado: como un gancho de matarife o una guadañeta.
A los alumnos díscolos se les puede desactivar de dos maneras sin echarlos del aula: con la templanza, entendida esta como ‘moderación’ y ‘continencia’, demostrada por el Sr. Barthes en su presentación a la clase; o como un artificiero, neutralizando el explosivo, que es la táctica humorística escogida por otro educador, el Sr. Charles Seaboldt, cuando ladra cual perro que le ladra a él, hasta desconcertar al animal. Veamos estas dos formas tácticas de demostrar empatía:
 



Como comprobamos, Barthes aguanta invectivas contra él, pero no tolera las agresiones contra compañeros de clase. Inmediatamente expulsa al chico que insulta a otra alumna. Y que se vaya donde quiera este elemento. O que no vuelva.
Decíamos al principio que El profesor muestra el interior del infierno pero que no se queda en él, pues prenden otros muchos fuegos en el espacio privado de los educadores. La directora del centro, crónica de una destitución anunciada, sufre de un matrimonio naufragado. El Sr. Seaboldt se atiborra de tranquilizantes. Los nervios de la orientadora no pueden más ante tanto fracaso. El mismo Sr. Barthes arrastra una infancia solitaria, golpeada por la reclusión y los abusos de su abuelo a su madre, quien acabó suicidándose. Kaye reproduce muy bien el sofocante laberinto de las Cárceles de la memoria, de Piranesi, en los sórdidos pasillos de una escuela. El nihilismo, la falta de bellas ilusiones en las que todavía creía ingenuamente el profesor Thackeray (Sidney Poitier) de Rebelión en las aulas (1967), se adueñan de estas torturadas vidas. Unos docentes que padecen la condena de los carceleros en un correccional. Días oscuros, grises, sin respuesta, en un invierno glacial. Días que traen a la chiquilla prostituida y a la alumna obesa sin autoestima, que elige el final de Cleopatra. La Educación ya es una historia de terror. La última secuencia de la cinta muestra a Barthes rodeado de un interior destruido, asolado por una hueste de vándalos: mesas, sillas, papeles, archivadores, libros, cuadernos, todo tirado por el suelo. Su destino. “No sé cómo sucedió; pero a la primera ojeada sobre el edificio, una sensación de insufrible tristeza penetró en mi espíritu (…) La simple casa, el simple paisaje característico de la posesión, los helados muros, las ventanas parecidas a ojos vacíos (…) Una completa depresión de alma que no puede compararse apropiadamente, entre las sensaciones terrestres, más que con ese ensueño posterior del opiómano, con esa amarga vuelta a la vida diaria, a la atroz caída del velo” (E. A. Poe, El hundimiento de la Casa de Usher).