El 31 de octubre de 2012 se estrenó en España una interesante producción Golem / Paper Street Films que pasó desapercibida: El profesor (Tony Kaye, 2011). Su título original es Detachment, que podemos traducir como ‘indiferencia’, ya que al comienzo de la película se introduce una cita de Albert Camus que apunta hacia ese significado: “Jamás había sentido a la vez tal profunda indiferencia de mí mismo y mi presencia en el mundo”. Eso es lo que siente Henry Barthes (Adrien Brody), un profesor interino que nunca permanece en ningún centro en particular. Cuando conoce la escuela y a sus alumnos, se marcha, va a otro sitio, y vuelta a empezar en este interminable proceso de Sísifo en que se ha convertido ser enseñante. No es, ciertamente, una huida; es la búsqueda de otra realidad más complaciente.
El filme del londinense Tony Kaye –responsable también de American History X (1998)—incide sobre
todo en la realidad oculta de los laberintos del ser. Cada uno de esos docentes
oculta y sobrelleva su drama personal, su desestabilización, a menudo provocada
por las fuertes tensiones que tienen que vivir en su trabajo. El profesor nos habla de un sistema que
se ha derrumbado hace tiempo, como la famosa Casa Usher de Poe, ante el
abandono e indiferencia de la sociedad. La mala educación que se trasluce en el
filme no es sino proyección de una descomposición general de una ética y unos
valores, que antaño permitían construir sobre roca. Ahora de ello no queda
nada, por lo menos entre las clases bajas más castigadas. La cultura, el
interés por aprender y formarse, se va diluyendo piramidalmente, hasta casi no
quedar resto cuando toca la base. Si los jóvenes no sienten hoy predisposición
hacia unos valores culturales que se les hacen áridos y no les seducen, es en
parte porque el colectivo en que viven no los promociona lo suficiente. No ven
esos códigos a su alrededor, no oyen que abran puertas ni una esperanza de
futuro. Al contrario, quien se esfuerza por aprenderlos bien, no tiene
asegurado un puesto laboral. La economía de mercado no gestiona la contratación
de un experto en manuscritos, ni en las obras de Shakespeare, y le importa un
rábano quién descubrió las ruinas de Troya o de Pompeya. Eso no da dinero. En
la vida solo cuenta ser un tipo listo, que no es igual que inteligente. El
listo se acomoda a lo que venga, a la supervivencia, y a veces rebasa al
empollón, cuyas horas de estudio agonizan en una biblioteca o en un cuarto lúgubre
y soso.
Es así que esta sociedad
despreocupada envía como una fuerza de choque a quienes se atreven a enseñar.
Algunos, llegados a la docencia circunstancialmente, de casualidad, y en ella
se quedaron, y murieron. Desde luego, si no se tiene vocación, se arde pronto,
y aun teniéndola, se exige más paciencia y templanza que el santo Job. Estas
cualidades son las que ha desarrollado el Sr. Barthes, protagonista del filme
de Kaye: de nada sirve enfrentarse a un grupo de vándalos a los que tienes que
soportar estoicamente día tras día, mes tras mes. Se necesita, además de “mano
izquierda”, capacidad de aguante, de resistencia moral: que te resbalen los
insultos, los motes, los comentarios fuera de tono y lugar, dichos en tu cara.
Hay que entrar en el aula vistiendo un impermeable, hasta que los cabecillas
rebeldes se cansen y se serenen un poco. Que vean que no pueden con uno, y que
el profesor, en vez de responder a las agresiones verbales y malos gestos con
otros parecidos, establece un diálogo y tiende su mano. El profesor no es el
enemigo, sino el aliado, en la medida en que no está allí para confraternizar
en familia, sino para ayudar profesionalmente, para asistir al que lo necesita.
Lo importante es dejarse ayudar, y algunos chicos suelen responder bien cuando
sienten que no se les devuelve el golpe. Profesor y alumno rebelde deben darse
una oportunidad mutua.
Una vez que se llega a cierto
entendimiento –pese a no poder nunca bajar la guardia—, que se puede contar con
una tregua, ya que no con el soñado armisticio, hay que trabajar con el grupo.
Como dice un colega mío –y dice bien--, antes el profesor era el que marcaba el
ritmo de trabajo; ahora son ellos quienes lo marcan. La batuta directora ha
cambiado de mano. La administración educativa suele pedir a los profesores que
acomoden el nivel de las enseñanzas a la idiosincrasia de sus alumnos. La
“atención a la diversidad” –hacia aquellos que querían pero no podían—ha pasado
a ser “claudicación a la generalidad”, donde se opera bajo mínimos. Por lo
menos, en una escuela pública como la de la película. La administración intenta
que la nave no se hunda aunque haga aguas por todo el casco. Hay que seguir sin
fuerza motora, sin velas incluso, a puros bíceps, bogando. Se tiene que guardar
a los chicos en el redil, y al mismo tiempo justificar unas calificaciones,
refracción de un bagaje ficticio.
El guion de Carl Lund introduce una mordaz secuencia donde un empresario
especializado en la venta de material pedagógico reúne al equipo docente en el
salón de actos. No se crean que su método busca formar mejores personas, no. Lo
que le importa es que mejore la depauperada fama del instituto para que se
corra la voz y se revaloricen las manzanas de casas aledañas a la escuela. Si
aumenta el nivel, vendrán más familias, y las viviendas subirán su precio al
crecer también la demanda para ocuparlas. Así funciona el mercado: como un
gancho de matarife o una guadañeta.
A los alumnos díscolos se les
puede desactivar de dos maneras sin echarlos del aula: con la templanza, entendida
esta como ‘moderación’ y ‘continencia’, demostrada por el Sr. Barthes en su
presentación a la clase; o como un artificiero, neutralizando el explosivo, que
es la táctica humorística escogida por otro educador, el Sr. Charles Seaboldt,
cuando ladra cual perro que le ladra a él, hasta desconcertar al animal. Veamos
estas dos formas tácticas de demostrar empatía:
Como comprobamos, Barthes aguanta
invectivas contra él, pero no tolera las agresiones contra compañeros de clase.
Inmediatamente expulsa al chico que insulta a otra alumna. Y que se vaya donde
quiera este elemento. O que no vuelva.
Decíamos al principio que El profesor muestra el interior del
infierno pero que no se queda en él, pues prenden otros muchos fuegos en el
espacio privado de los educadores. La directora del centro, crónica de una
destitución anunciada, sufre de un matrimonio naufragado. El Sr. Seaboldt se
atiborra de tranquilizantes. Los nervios de la orientadora no pueden más ante
tanto fracaso. El mismo Sr. Barthes arrastra una infancia solitaria, golpeada
por la reclusión y los abusos de su abuelo a su madre, quien acabó
suicidándose. Kaye reproduce muy bien el sofocante laberinto de las Cárceles de la memoria, de Piranesi, en
los sórdidos pasillos de una escuela. El nihilismo, la falta de bellas ilusiones
en las que todavía creía ingenuamente el profesor Thackeray (Sidney Poitier) de
Rebelión en las aulas (1967), se
adueñan de estas torturadas vidas. Unos docentes que padecen la condena de los
carceleros en un correccional. Días oscuros, grises, sin respuesta, en un
invierno glacial. Días que traen a la chiquilla prostituida y a la alumna obesa
sin autoestima, que elige el final de Cleopatra. La Educación ya es una
historia de terror. La última secuencia de la cinta muestra a Barthes
rodeado de un interior destruido, asolado por una hueste de vándalos: mesas,
sillas, papeles, archivadores, libros, cuadernos, todo tirado por el suelo. Su
destino. “No sé cómo sucedió; pero a la
primera ojeada sobre el edificio, una sensación de insufrible tristeza penetró
en mi espíritu (…) La simple casa, el
simple paisaje característico de la posesión, los helados muros, las ventanas
parecidas a ojos vacíos (…) Una
completa depresión de alma que no puede compararse apropiadamente, entre las
sensaciones terrestres, más que con ese ensueño posterior del opiómano, con esa
amarga vuelta a la vida diaria, a la atroz caída del velo” (E. A. Poe, El hundimiento de la Casa de Usher).
No hay comentarios:
Publicar un comentario